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Creo que todos los que somos feministas abogamos por lo mismo: que mujeres y hombres tengamos los mismos derechos y deberes, la misma libertad para decidir qué hacer o dejar de hacer con nuestras vidas, para poder elegir qué errores cometer, qué pasiones seguir y cuáles adormecer.

Pero no todos partimos de las mismas bases para lograr esta aspiración. La idea de que lo que impide esta igualdad es solamente cultural y de que nuestras diferencias son debidas exclusivamente a la educación y a la sociedad patriarcal es algo que no puedo compartir.

 

¿Hombres y mujeres somos iguales?

Bueno, eso depende de en qué sentido se pregunte y con qué profundidad. Para todos es obvio que no hay dos personas iguales. Ni los gemelos crecidos en el ambiente más homogéneo lo son. ¿Iguales en el sentido de que si eres hombre te pareces más a otros hombres y menos a las mujeres (y viceversa)? Pues también es obvio, pues de lo contrario no habría competiciones de atletismo separadas, urinarios en los baños masculinos o diferencias entre ginecólogos y urólogos. ¿Y diferentes desde una perspectiva más íntima, en nuestros intereses y pretensiones? Esto, por íntimo, ya no es obvio. Y para responderlo acudo a la ciencia empírica.

Y lo hago por varias razones, pero la más importante es por los logros que el abordaje científico de los problemas ha alcanzado en otros ámbitos (desde ir a la luna a intercambiar corazones). Logros derivados de su método, que es medir la realidad de modo que otros puedan medirla y comparar resultados (y que implica que, aportando pruebas, todo es revisable). Método que es a la vez cooperativo y crítico, y con capacidad de corregirse.

¿Cómo ha progresado la ciencia que nos explica nuestra biología? Pues estudiando modelos animales. Nos parecemos tanto que hemos podido entender cómo funcionan nuestras neuronas porque alguien lo estudió en babosas marinas y calamares; sabemos cómo se desarrollan nuestros embriones porque lo aprendimos estudiando erizos de mar, sapos y codornices; comprendemos cómo funciona el aparato circulatorio y cómo repararlo cuando las cosas fallan porque los estudiamos en cerdos y perros. Los libros de fisiología humana están llenos de datos aprendidos estudiando estas funciones, y todas las demás, en animales. Todos estos conocimientos se aplican diariamente en nuestras vidas y nos han permitido a todos vivir más y mejor y a nadie sorprende que así sea (esto lo podemos encontrar en cualquier libro de fisiología y embriología, Hill 2004, Eckert 2002, Silverthorn 2009, Guyton 2010, Ganong 2005, Gilbert 2001).

¿Qué nos dicen los modelos animales? Que machos y hembras son distintos no solo en una dimensión física, sino también en su comportamiento.

¿Por qué estas diferencias? Para dar respuesta a esta pregunta hay que pensar en nuestra historia evolutiva común. Porque, al fin y al cabo, todos los seres vivos tenemos algo en común: somos hijos. Somos el resultado de individuos que lograron reproducirse, hijos a su vez de otros hijos que también lo lograron. Y así en un linaje de reproductores exitosos que se extiende hasta nuestro origen. Los que en su momento no se reprodujeron, no dejaron copias relativamente parecidas de sí mismas, simplemente no existen (una explicación más prolija de cómo funciona la evolución por selección natural y deriva, lo que se conoce como teoría sintética, puede encontrarse en cualquier libro de texto de evolución (Herron 2007, Futuyma 1998, Barton 2010) o, más económicamente en esta página web de la universidad de Berkeley).

Así, cada ser vivo actual es en potencia un reproductor eficaz por ser hijo de reproductores eficaces.

El feminismo sin biología

es ciego

 

¿Feminismo?

Sí, pero con

fundamento

Marta Iglesias Julios

@migulios

 

La idea de que lo que impide la igualdad de género es solo cultural y obedece a la educación, no resiste el escrutinio. La bióloga y neurocientífica Marta Iglesias Julios analiza aquí cómo las predisposiciones diversas de cada sexo implicaron estrategias diversas que es necesario conocer para evaluar la agenda del feminismo. Sin negar la influencia de la cultura -el mote de "determinismo biológico" solo es utilizado por el reduccionismo sociológico, ya no es patrimonio de los científicos-, Julios destaca que nos parecemos tanto a los animales que, entre tantos otros ejemplos,  hemos podido entender cómo funcionan nuestras neuronas porque alguien lo estudió en babosas marinas y calamares.

 

Yo soy feminista, como todos los que luchamos por el cambio. Incluso los que no lo saben. Incluso los que dicen necesitar un poquito más de autocrítica. Pero no vengo a hablar de opiniones, ni a meterme en debates “entre feministas”. Vengo a presentar algunas pruebas obtenidas empíricamente muy interesantes, a mi entender, para el feminismo. Estas pruebas aspiran a explicar el porqué de buena parte de nuestro comportamiento y me servirán para tratar de convencerles de que entender realmente qué somos es lo que nos puede hacer libres. Lo positivo de añadir un enfoque empírico es que permite presentar pruebas (pruebas que otros pueden refutar, claro).

 

 

A esto hay que añadirle que, en los seres vivos con reproducción sexual, el hecho de que un individuo contribuya a la siguiente generación, no depende exclusivamente de su capacidad para dejar descendencia viable y fértil, sino que además, depende de la capacidad que tenga su compañero reproductivo. Que tengas descendencia no depende de ti, sino que depende también de tu pareja. Evidente, ¿verdad?

Ahora bien, ¿quién ha de ser tu pareja reproductiva? Pues a día de hoy aún ha de ser un individuo de otro sexo (o, siendo más precisa, alguien que aporte gametos de los que típicamente fabrica el otro sexo). Seguro que todos lo habíais notado ya, pero sexos hay dos y se definen porque uno hace gametos grandes e inmóviles (y relativamente más costosos de producir) y el otro gametos pequeños y rápidos (y algo más “baratos”). De hecho, en muchas especies, el sexo de los gametos “caros” se ha venido ocupando de otro montón de aspectos “caros” relacionados con la reproducción, como cruzar el océano y enterrar huevos, transportar a tu descendencia a la espalda para que acabe devorándote, dar de mamar a las 3 de la mañana, etc. Y que esto haya sido así, históricamente, ha sido un éxito (dado que sus descendientes están vivos, aquí y ahora, deseando ponerse a hacer copias de sí mismos) (todo esto lo podemos encontrar en cualquier libro de evolución: capitulo XV Evolution, Futuyma, 2nd ed; Cap. 11 Freeman & Herron Evolutionary Analysis 5th ed; cap XX, sexual selection, Barton et al, Evolution, 1st ed).

Por supuesto no en todas las especies el mayor coste cae en las hembras (las de los gametos “caros”), sino que a veces se han invertido las tornas, aunque la inversión inicial de la hembra (en óvulos) siempre es mayor. Y por eso hay papás pingüinos con sus polluelos resguardados entre sus patas y peces macho que transportan en la boca los huevos que él se ha asegurado de fecundar.

Pero sea quien sea en quién recaen los mayores costes, lo que siempre ocurre es que al que más le va a costar, resulta ser más selectivo a la hora de elegir (esto también debió ser muy eficaz para la reproducción de nuestros diferentes antecesores).

Entonces, para explicar la diferencia en los comportamientos de los sexos, es importante considerar que el sexo que hace una mayor inversión en la descendencia es más selectivo. Esto es así porque equivocarse a la hora de elegir pareja puede tener consecuencias muy funestas para ese individuo (en el sentido de finalmente no dejar descendencia o hacerlo muy limitadamente pese a pagar un alto coste). Es decir, que los mecanismos subyacentes que guían las decisiones a la hora de elegir pareja están sometidos a una fuerte presión para ser eficaces (todo esto en los libros de texto antes mencionados. Si les interesa el primer artículo al respecto, Trivers 1972).

Lo verdaderamente impresionante es que esta presión ha producido que, en todas las plantas y animales con reproducción sexual, se hayan desarrollado potentes habilidades de discriminación selectiva hacia individuos del otro sexo. Estas habilidades nos vuelven selectivos, incluso picajosos, y hacen que sometamos a una constante evaluación a todas aquellas posibles parejas reproductivas.

¿Qué podemos esperar, a este respecto, del animal humano?

Pues que es innegable que el coste reproductivo es mayor para la hembra humana. Y también es difícil negar que hay diferencias morfológicas en ambos sexos, lo que implica que lo que en cada sexo se ha ido seleccionando para hacer de nosotros un reproductor eficaz es diferente.
Y, finalmente, uno de los grandes temas incomprendidos es que también los seres humanos seguimos distintas estrategias para reproducirnos que marcan nuestros comportamientos. Estrategias que, en general, son diferentes entre machos y hembras (hombres y mujeres) (está muy bien explicado en Buss 1995, pero, si quieren algo más “femenino”, el capitulo 2 del libro A mind of her own: The evolutionary psychology of women de Anne Campbell).

A estas alturas, muchos os preguntaréis, ¿a cuento de qué esta clase de biología? ¿No hablábamos de feminismo? ¿De hombres y mujeres?

Parece que hay una tendencia a creer, una tendencia muy difundida, que animales y humanos somos y jugamos papeles distintos en este mundo, que estamos sometidos a diferentes reglas. Hay quien lo llama cultura, hay quien lo llama inteligencia, hay quien lo llama sociedad. Y eso hace, al parecer, que dejemos de ser seres vivos “como los demás”. Pero este concepto no es particularmente resistente cuando se somete a escrutinio; más que una certeza empírica debiera considerarse un dogma.

Aunque con seguridad nuestra dimensión cultural afecta a nuestro modo de reproducirnos, no puede modificarlo demasiado. Porque nuestros mecanismos dirigidos a elegir pareja y reproducirse son consecuencia de nuestra biología (o, al menos, seguro que la biología tiene bastante que decir al respecto, o no seríamos descendientes de un largo linaje de reproductores exitosos).
Por tanto, lo esperable y razonable es que los humanos seamos una especie típica a este respecto, como en todo lo demás (las neuronas, los embriones y el corazón).

Esto quiere decir que, tal y como la biología evolutiva nos muestra, cada individuo trata de desplegar la mejor estrategia para contribuir genéticamente a las generaciones futuras, a producir descendencia que a su vez produzca descendencia. Y esa “mejor estrategia” es diferente para hombres y para mujeres, por sus diferentes condiciones reproductivas.

Es decir, que la eficacia en las estrategias llevadas a cabo por nuestros predecesores ha determinado algo tan simple y fundamental como que hoy existamos. De modo que esas estrategias, esa manera de enfrentarse a la reproducción, aunque en nuestro caso moduladas por relaciones socioculturales, aún son parte de nosotros. Parte fundamental.

Con esto lo que quiero decir, y permítanme la exageración, es que, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, la mayoría de nuestros actos tienen como fin último dejar descendencia (o que esta descendencia siga viva, o seguir vivos nosotros hasta producir descendencia).

Y el proceso para llegar a este fin se da de formas distintas en machos y hembras, definiendo comportamientos completamente diferentes.
Y, en definitiva, estas diferencias hacen que busquemos cosas diferentes, que nos comportemos diferente. Nosotras, las mujeres, por el hecho de hacer mayor inversión somos generalmente muy selectivas. Ellos, bueno, solo son realmente selectivos si consideran que van a tener que realizar una fuerte inversión de tiempo y recursos en la relación (Buss & Schmitt, 1993). Eso hace que los hombres y mujeres de todo el mundo y de diferentes culturas tiendan a preferir cosas diferentes en las parejas que buscan (aunque también tienen preferencias en común, lógicamente). Eso hace también que el mejor modo de lograr una pareja reproductiva adecuada sea diferente entre hombres y mujeres, poniendo cada sexo énfasis en aspectos muy diferentes de su personalidad y físico (Buss 1989; Schmitt 2005, Shackelford et al 2005, Lippa 2009, Petersen & Hyde 2010). Y eso hace, además, que hombres y mujeres compitan entre sí de formas muy diferentes, siendo la competencia entre hombres generalmente más obvia (Archer 2004) y la de las mujeres más sutil (y, a mi parecer, dañina) (Fisher 2004, Fisher et al. 2009, Fisher and Cox 2010, Puts 2010, 2011; Puts 2015, Fisher 2015).

Esto nos lleva a las diferencias que encontramos en nuestro día a día, desde los juguetes que preferimos de pequeños hasta los productos que consumimos de mayores. Desde la tendencia a sufrir y ejercer bullying a las probabilidades de provocar un accidente de tráfico. Desde la postura que tomamos al sentarnos en el metro hasta la importancia que representa alcanzar o no un determinado puesto en nuestros trabajos.

Y todo ello sin ser demasiado conscientes de por qué lo hacemos (más allá de que nos “apetece” una u otra cosa). Porque, llegados a este punto, es importante reseñar que no hemos de saber que estamos desarrollando una estrategia para llevarla a cabo (Kościński 2007; Little et al 2011). En general, simplemente nos apetece actuar de un determinado modo, sin tener que conocer sus causas últimas (por ejemplo, es una gran estrategia consumir en pocos gramos de alimento muchas grasas e hidratos para conseguir energía fácilmente; pero eso no es lo que pensamos cuando se nos antoja una hamburguesa: simplemente nos apetece).

En cualquier caso, el que mujeres y hombres seamos diferentes en estos aspectos no nos impide llegar a lo que los feministas buscamos: la completa igualdad de derechos.

Pero, desde luego, es mejor tener claro cómo son las cosas “de verdad” a la hora de tratar de modificarlas. Hay decenas de ejemplos en la historia de decisiones tomadas bajo las indicaciones de una teoría no suficientemente contrastada. El caso más paradigmático y dramático de pensar que uno tiene razón sin haberse molestado en comprobarlo lo podemos encontrar en los libros: las consecuencias del completo convencimiento de un equipo médico de que las diferencias entre el cerebro de hombre y de mujer eran básicamente sociales. Bajo este prisma convencieron a unos padres de que educaran diciendo que era una niña a un bebé niño que había perdido el pene en una operación (Diamond, Sigmundson 1997). Pese a los esfuerzos de los progenitores (y las inyecciones de hormonas), al final no hubo más remedio que admitir el fracaso (con consecuencias muy funestas para todos los involucrados).

 

Feminismo actual

Algunas corrientes del feminismo opinan que lo que he venido exponiendo no vale para la especie humana, que la igualdad en el comportamiento de los sexos existiría por naturaleza y que es la cultura la que genera estas diferencias (Capitulo 1 de A mind of her own; Buss 2011). Y al parecer, negar este pensamiento es ser determinista. Y esto es algo malo, pues excusa las desigualdades y la violencia de género. Sin embargo, con todos mis respetos, afirmar que estoy excusando las atrocidades que el ser humano comete porque mantengo que nuestro comportamiento está en parte biológicamente determinado demuestra un importante grado de ceguera biológica e histórica.

Las reacciones en contra de las diferencias biológicas en el comportamiento se producen porque se temen las consecuencias de vincular estas diferencias a tres conceptos claramente erróneos: que lo natural es bueno, que lo natural es correcto y que lo que tiene bases biológicas es imposible de modificar.

Pero si todo lo natural fuese bueno las empresas que fabrican brackets habrían quebrado hace tiempo, moriríamos de una infección intestinal a los 19 y tendríamos tantos hijos como orgasmos (o casi). Y lo mismo ocurre con justificar comportamientos en base a una tendencia natural a llevarlos a cabo. Lo natural puede ser follar con personas de trece años que ya hayan madurado sexualmente, apropiarse de lo que uno encuentra a su paso o usar sin piedad otras especies para nuestro beneficio propio. Y no hacemos esto (la mayoría de nosotros), ni se excusa a quien lo pudiera hacer. Repito, que algo sea biológico, no justifica que se haga. Las normas son un acuerdo, no han de respaldarse por lo natural. Finalmente, respecto a si algo con base biológica es inalterable, podemos respaldarnos en los impropios e infrecuentes comportamientos listados en el punto anterior (o, por ejemplo, los perros guías que se inhiben de andar marcando esquinas).

Al final, todos hablamos simplemente de lograr el respeto al otro (aún siendo distinto, aunque el otro sea distinto). Un respeto necesario pero que muchas veces no es comprendido. Este puede obtenerse por imposición, y ciertamente en algunos casos funciona, pero en otros no; y tampoco es lo que querríamos en una sociedad ideal. Y no funciona porque el número de muertes de mujeres en manos de hombres sigue sin descender al final de cada año. Pero, desde mi punto de vista, quizá sea más fácil combatir los problemas de género asumiendo que hay una diferencia de base sobre la que trabajar, en lugar de imponer reglas que aumentan la incomprensión, basadas en falacias, promoviendo el miedo como motor del cambio.

Es verdad que algunas autoras feministas inciden en que es nocivo para luchar contra la igualdad de géneros dar consideración a estas diferencias (Petersen & Hyde 2010). Sin embargo, en mi opinión, pretender ignorar que estas diferencias existen dificulta el entender cuál es su origen y cómo minimizarlas.
En esto, como en otras cosas, nos parece que por el mero hecho de ser algo (como ser mujer) podemos opinar con completa certeza sobre ello.

Es decir, que tendemos a creer que por ser mujeres comprendemos las causas, razones y motivaciones de las mujeres.

Porque generalizamos en base a nuestro ejemplo particular, o en base a unos pocos ejemplos particulares, generalmente sin evaluarlos sistemáticamente. Sin embargo, lo mejor es generar nuestras opiniones y juicios basándonos en observaciones lo más ajustadas a la realidad posible, pues el objetivo que pretendemos lograr es político, queremos que afecte a todos y cada uno de nosotros. Y, por tanto, será más eficaz cuanto mejor se comprenda la realidad que se quiere modificar, las causas que hacen que esa igualdad no se esté alcanzando completamente. No puede sustentarse en opiniones personales (hay una por persona), sino en evaluaciones que se ajusten lo más fielmente posible al mundo en que vivimos, que sirvan para construir encima, que sean una buena base. Como nos ha servido para ir a la luna. O para colgar este artículo en internet.

Lo bueno es que ahora todos tenemos acceso a la información. Si nos esforzamos, con un poco de conocimiento de inglés y algo de estadística, cada uno de nosotros puede sacar sus propias conclusiones en base al trabajo ya hecho por otros. Es más, si no nos convence, podemos ponernos manos a la obra y tratar de refutarlo. También podemos elegir simplemente no creerlo (como podemos no creer en la eficacia de las vacunas o que el hombre fue a la luna). Pero eso no sirve para construir nada. Solo para seguir gritando al viento e impulsando normas sobre cuestiones irrelevantes en realidad, sin contribuir eficientemente a que las cosas cambien.

¿Y al final… qué?

Después de lo expuesto podemos preferir creer que las diferencias que nos llevan a comportarnos de manera sexista vienen de la cultura y no de la falta de ella. Pero haciéndolo seguiremos tratando de imponer normas que no serán compartidas, que seguirán aumentando las diferencias entre nosotros y que convertirán la sociedad en la que vivimos en un mundo cada vez más hostil, fundado en relaciones humanas cada vez más artificiales. Normas que no tienen ninguna base que soporte el cambio. Ideas como que el lenguaje es sexista y modificarlo reducirá las diferencias. Cuando en realidad nadie ha evaluado si este es un método eficaz para corregir lo que persigue, como, por ejemplo, estudiando si en países con niveles similares de desarrollo pero con lenguajes con y sin género hay diferencias significativas en el grado de igualdad (por ejemplo comparando las distintas excolonias británicas y francesas a este respecto). O críticas al uso del espacio público como arma sexista sin haber hecho estudios significativos del uso del espacio público que hacemos ambos sexos, ni pararse a pensar en las diferencias anatómicas de cada uno.

Para cambiar el mundo en primer lugar hemos de estudiar qué somos y por qué nos comportamos como lo hacemos, y alcanzado ese punto, opino que el motor del cambio está en instruir a la ciudadanía. Si la base no es fomentar la educación sino creer que la educación es lo que genera el sexismo, el techo de cristal seguirá sobre nosotras, el número de muertes seguirá siendo una cifra inalterable y nuestros esfuerzos por corregirlo serán una fuente de decepción constante.

 

Preguntas y respuestas al artículo y Vol II

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